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lunes, 7 de diciembre de 2009

CUENTO DE NAVIDAD

NAVIDAD EN EL CAMPO


Los coros gallegos se oían en el campo con nitidez de concierto. El follaje, los animales y hasta los niños del casero, como si estuvieran hechizados, escuchaban esas voces que parecían unirse con un solo objetivo: buscar a Dios.
Subió el volumen. Necesitaba que la música llenara el campo, a la casa, a ella. Quería acallar tantas preguntas sin respuesta que la ahogaban. Pero no lo logró.
¿Para qué tantas hectáreas sembradas, el tambo, los animales? Estaba sola. Como una machorra.
La última navidad, aunque ya enferma, su madre vivía. Y esa relación de enfrentamiento cotidiano, la afirmaba. Ahora lo comprendía. Durante años había tratado de evitarle este sufrimiento. Esta sensación de pequeñez que la embargaba. Recordó las discusiones, incesantes, cada vez que su madre le decía: “Carmencita, es triste la soledad. Si te casaras…”
Ella, furiosa, contestaba: “No necesito a ningún hombre, no quiero patrones”.
Encendió los spot colocados en las paredes exteriores de la casa, se quitó los zapatos y corrió sintiendo el pasto en las plantas de sus pies. Se alejó cuanto pudo y, desde la sombra, desvalida por primera vez en años, se tendió en el pasto.
La imagen de su abuelo se corporizó. Tal y como fue. Un gaucho gallego. Duro, enjuto, vestido con bombachas, alpargatas, pañuelo al cuello y boina.
-“Abuelo: ¿qué me hiciste?”
- Mi niña. Levántate. Siente la tierra. ¡Danza!
Carmen se reincorporó y se puso a bailar, como tantas veces siendo niña, cuando se abuelo –en el atardecer- se sentaba a tomar mate, y dando palmas la alentaba.
-¡Danza, toliña, danza! Bailó hasta quedar exhausta. Sólo así pudo entregarse al llanto. Y los recuerdos aparecieron.
Miró el pino de más de diez metros de altura, hoy a oscuras, repleto de luces como estuviera en todas la navidades de su infancia. Allí, cuando cumplió cinco años, él había colocado el pony al que su madre le había anudado un gran moño rojo en el cuello.
El abuelo había dicho: ¡Paparruchas! ¡A montarlo! Y ella sin tardanza se había subido. Recordó la sonrisa amplia y orgullosa del viejo, la misma que años más tarde le vio cuando ella se encaprichó con montar al retobao. Un alazán rebelde hasta con los peones más diestros.
El viejo con paso firme y decidido caminó adelante, en tanto ella, con la obcecación de las niñas mimadas, lo siguió. El abuelo se paró al lado del caballo y con un solo movimiento desenroscó la faja de su cintura y lo enlazó por el cuello. Sostenido por las fuertes manos del abuelo, el alazán se quedó quieto, los segundos justos que ella necesitó para saltar. Aferrada a las crines lo miró, y él le devolvió una sonrisa de satisfacción.
Había nacido en Finisterre, pueblo de pescadores, y cuando llegó a la Argentina, pasó del barco al campo, de la pesca a la siembra.
Había venido “con una mano atrás y otra adelante” como solía recordar. Por tenacidad, por fuerza interior, por inteligencia natural, había hecho una fortuna. Incansable, no dejaba ningún detalle librado al azar.
Aprendió a hacer tacto a las vacas, les aplicaba inyecciones, curaba él mismo a los caballos, averiguó todo lo concerniente a la tierra, cómo y qué sembrar.
Un personaje que ella admirara e imitara sin dudar. Todo un mandato: ¡continuar con su obra!
Quizá su madre fuera la única en adivinar el daño que ese amor habría de provocarle.
-“Usted la está haciendo un macho”- le decía. Y él respondía: “Esta chica es de las mías, va a conseguir todo lo que se proponga”. Y con esta frase, la madre de Carmen callaba. El viejo nunca le perdonó que se enamorara de un peón “golondrina” que la dejó embarazada y desapareció sin más.
Carmen levantó los ojos y, como si lo viera frente a ella, dijo en voz alta: ¿Qué conseguí, abuelo?
Se puso de pie. Sucia de barro, con la ropa llena de pasto y la cara transfigurada por las lágrimas, se encamino hacia la casa.
Tal vez, él no haya sido más que un viejo egoísta, un gallego mandón, como decía su madre. Y ella, una fracasada. Una mujer de 40 años, sola en esa casa enorme y sin haber encontrado jamás un hombre a su medida.
Había que ser muy macho para competir con la imagen de varón que ella había internalizado. No existía tal hombre. Había despreciado a cuanto pretendiente se le acercara. Y quizá, por ser rígida y empecinada como su abuelo, había perdido la oportunidad de gozar las delicias de un compañero. La maravilla de ser madre. El placer de sentirse amada.
Montando potros, controlando a lo peones, comprando animales en la feria se mantenía siempre ocupada acallando su identidad femenina. Era una mujer, como todas, deseosa de albergarse en un pecho de varón.
Al llegar a la casa, apagó el equipo de audio y estaba cerrando los ventanales cuando escuchó la voz del casero que detrás suyo, decía: “Patrona, mi mujer y yo pensamos, que si usted no se ofende, como hoy es navidad… bueno, que como usted no invitó a nadie ni ha preparado nada, si usted quiere, ¿no? Que se podría venir a la casa chica y pasar la navidad con nosotros y los chicos”.
La emoción volvió a embargarla. Ella, la “arroutada”, la impulsiva, la que no le hacía asco a nada, estaba ahí, de espaldas, sin saber qué contestar.
Pedro, parco, esperaba en silencio la respuesta.
Carmen haciendo un esfuerzo, se sobrepuso y al darse vuelta para responder, Pedro agregó:
- Además, después de las 12, en Atucha hacen un baile en la calle. Va a venir gente de todos lados. Carmen pensó: ¿Bailar? Sí, claro, bailar.
María, la hija de Pedro, se acercó a su padre y le dijo: -“Dice la mamá si hablaste con la señorita Carmen”
Carmen, giró hacia la niña. – Decile a tu mamá que estoy encantada, voy a cambiarme y enseguida estoy con ustedes.
-Pero... ¡si está linda!, contestó María.
- Gracias- respondió Carmen acariciándole la cara- pero estoy cansada de andar en pantalones. Voy a ponerme un vestido.

Cuento extraído del libro Dólmenes de Omi Fernández

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