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martes, 21 de septiembre de 2010

EL PIBE CHACARITA

El Señor del sombrero tipo hongo

Blanca palomita, que pasas volando/ rumbo a la casita donde está mi amor.../ Palomita blanca, para el triste ausente/ sos como una carta de recordación...
“Palomita Blanca” (1929) Vals de Francisco G. Jiménez y Anselmo Aieta

Una de las dificultades de mi inesperado oficio de narrador de historias barriales, es transmitirles a las nuevas generaciones los hechos de tal forma que puedan ser comprendidos, a pesar de los cambios sociales y culturales producidos a través del tiempo. A nosotros nos pasa algo similar, cuando somos testigos de los acontecimientos originados alrededor de los jóvenes actuales. Esta introducción resulta imprescindible para que puedan percibir como se desenvolvía la actividad empresaria en la década del cuarenta del siglo pasado. Cuando la incipiente industria argentina comenzaba a desarrollarse, muchas de ellas estaban radicadas en nuestros barrios. Al lado de mi casa, en Guevara al cuatrocientos, había un importante establecimiento industrial: “T.I.TA.” perteneciente a Lutz, Ferrando y Cía, dedicado a la elaboración de todo lo concerniente al equipamiento hospitalario, con el aporte de un numeroso y calificado personal técnico. También se hallaban en la zona otras metalúrgicas e importantes industrias textiles, químicas, alimenticias, gráficas, etc. Era común ver a los obreros y empleados con su ropa de trabajo, en los horarios de ingreso y salida de sus ocupaciones, marchando al unísono de las sirenas fabriles. El cielo de los días hábiles además de estar acompañado por el humo de la quema de residuos, tenía el aporte del generado por la industria barrial.
Mi visión de niño de aquel tiempo se concentraba en un establecimiento de la calle Concepción Arenal 3883 casi esquina Guevara, dado que allí se producían golosinas. La estrella de todas esas delicias era un novedoso caramelo duro, el “media hora”, una creación de Don Rufino Meana, el fundador de la empresa . Era una bolita de cuatro gramos con un gusto inédito a “oruzú” compuesto por: azúcar, melaza de caña, jarabe de glucosa, agua, jarabe colorante y aromatizantes. Este deleite instaló en los pequeños consumidores una intriga: si en sus paladares podía durar exactamente treinta minutos.
El Señor Meana vivía con su familia en los departamentos de Olleros 3989 esquina Guevara y se trasladaba caminando a su lugar de trabajo. Así que pasaba, con un andar vigoroso, por la puerta de mi casa varias veces por día. Era de mediana altura y lucía unos gruesos bigotes. Siempre impecable vestía con traje y corbata, además de un sombrero tipo hongo. Cuando lo veía caminar por nuestras calles a menudo junto a su hijo Renato mi mirada, de pantalones cortos con tiradores, irradiaba respeto hacia él. Ese inmigrante español, que había nacido en Asturias, era el autor de esa maravilla envuelta con un papelito lleno de figuras en vivos colores de relojes con agujas marcando la una y media.
Otra cosa que me intrigaba de Don Rufino Meana era su rutina de los días domingos y feriados. Pasaba rumbo a su establecimiento, siempre con su riguroso atuendo pero, llevando en sus manos una pequeña caja de madera lustrada. Se lo notaba feliz caminando y elevando su sombrero bombín, saludando a los vecinos. En la barra de la esquina el misterio del contenido de la caja de madera, creaba mágicos argumentos. Era necesario descubrirlo para terminar con esa inquietante leyenda. Alguien debería encarar a su portador y preguntarle por el enigmático cajoncito. En una “democrática” elección fui designado por mayoría, con el argumento que consumía los “media hora” en cinco minutos.
Un día lo saludé, hizo una mueca de tocar su sombrero y le dije que tenía una pregunta que formularle. –Yo también deseo consultarte sobre algo que me llama la atención, me respondió con un acento hispánico. Usted dirá Señor Meana, le contesté sorprendido. “Desde mi oficina en la fábrica te observo que pasas un largo tiempo parado frente a ella” ¡Ah si!, me encanta ver los giros de una bandada de palomas alrededor del edificio, le respondí. Me alegra tanto ese motivo, te diré - continuó con énfasis - soy colombófilo, me dedico a criar y enseñar a las palomas mensajeras. En forma didáctica me continuó explicando: “Esta raza de aves domésticas con su orientación por la posición del Sol y el campo magnético de la Tierra, mediante un adecuado entrenamiento, adquieren la capacidad de volver a la base de su palomar aunque estén muy alejadas de él. A veces a una velocidad superior a los ochenta kilómetros por hora. Esta virtud ha sido muy utilizada, y rindió aún efectivo servicios durante la Segunda Guerra Mundial para transmitir mensajes, como los había brindado antes del establecimiento del servicio postal por correo. ¿Pero?... Tu tenías un interrogante y yo con mi perorata omití escucharte, a ver dime...”
Un tanto turbado sentí haber olvidado la pregunta, ¿Humm?... ¡Ahora la recuerdo!: Señor Meana los días festivos usted lleva un cajoncito de madera brillante ¿Qué hay dentro de ella? Sonriendo me contestó: “Está relacionado con mi hobby de palomero, en su interior se encuentra un mecanismo de relojería que permite identificar a cada paloma mediante un anillo metálico colocado en unas de sus patitas, precisando el horario de sus largadas y llegadas. En los días de competencias participo con ellas en vuelos de centenares de kilómetros, donde baten sus alas con rapidez y sin pausa para escapar de sus depredadores. Sus arribos me llenan de gozo, son reencuentros similares a los producidos en una estación ferroviaria o en un puerto con alguien que uno aprecia...”
Cuando me despedía le comenté que mi duda era compartida por la barra de la esquina. Bien dile a ellos- me dijo- que el domingo a la tarde los espero en la puerta de la fábrica para ver desde la terraza, el imponente arribo de mis palomas mensajeras. Ese día tan especial nos permitió descubrir a Don Rufino agitando un largo palo con una bandera roja para recepcionar a sus aves. Además tuvimos otra experiencia inolvidable, ver al barrio desde lo alto: el gris empedrado, la copa de los árboles, los techos de chapas, las dos chimeneas de la “quema”... Al despedirnos el Señor Meana nos obsequió a cada chico, un paquete con caramelos “media hora”. Uno de la barra lo sorprendió cuando al recibir el regalo le dijo: “Don Rufino, a esta bolsita le falta algo... que diga: creados en Chacarita”.

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