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lunes, 13 de agosto de 2012

El álbum de los recuerdos Por El Pibe Chacarita


                                 
Cada vez que me recuerdes / la noche amiga me lo dirá /y donde el cielo y el mar se pierden /  cuantas estrellas me alumbrarán...
“Cada vez que me recuerdes” (1943) Tango de José M. Contursi y Mariano Mores.

En aquella época aún no se habían inventado la televisión, la computadora ni el teléfono celular, hasta había pocos coches en las calles dejando ese espacio para los juegos de los chicos y los vendedores ambulantes.  El ritmo de la vida transcurría de un modo calmo, no existía la urgencia de hacer las cosas con el vértigo de nuestros días.  María Elena Walsh lo expresaba con “en mis tiempos había tiempo” y lo simbolizaba con el gesto de los hombres elevando suavemente sus sombreros para saludar a los vecinos.  Para simplificar y acelerar los hechos cotidianos, la sociedad derogó la cordialidad eliminando el uso del sombrero... 
 Era el tiempo que el fútbol de Primera se jugaba sólo los domingos, cuando llovía y la pelota no rebotaba en el césped, se suspendía la fecha.  Para algunos esa circunstancia los llenaba de una melancolía capaz de producir la indigestión de los  ravioles del mediodía.  Para otros, un domingo gris tenía otros matices tentadores.  Algunas familias optaban por pasar toda una tarde en la matinée del cine del barrio, presenciando tres películas y los Sucesos Argentinos con intervalos de maníes con chocolate...
Para los amantes de los juegos de salón, que estaban disponibles en los hogares, era una fecha especial para congregar a toda la familia entorno a la mesa de los grandes acontecimientos, en esta oportunidad cubierta con un paño verde gamuzado. Era el escenario para jugar a la lotería familiar con el poroto cotizado a cinco centavos, a los naipes con las variantes del truco, la escoba de quince, el chinchùn, los dados capaces de originar una generala doble y provocar un estallido despertador de las apreciadas siestas domingueras, o los juegos de inteligencia como las damas y el ajedrez...
Otros optaban quedarse al abrigo de su casa con la calidez de una taza de chocolate con churros, con la delicia de mirar las fotos del álbum familiar.  Estos de tapas gruesas las contenían sujetas a cuatro esquineros dorados, un separador de papel transparente las protegía de la atmósfera que las tornaba del blanco y negro al color sepia de los hechos remotos.  El de mi familia tenía un aroma especial a naftalina que, además de protegerlo de las polillas, le otorgaba el clima de un tiempo pasado.  La ceremonia congregaba a toda la parentela al lado de este libro mágico, pues a cada vuelta de sus hojas surgía una historia con personajes cercanos.  Lo increíble que cada vez que se volvían a ver esas imágenes surgían hechos que la distinguían de las anteriores versiones orales.  Nuestros mayores se constituían en verdaderos narradores de crónicas atrayentes que, simultáneamente fijaban valores morales rectores. 
             A mis antepasados que vivieron en Europa los conocí por el álbum familiar, que tenía en su presentación las fotos del casamiento de mis padres. ¡Qué extraño!  Mi padre está sentado cerca de un mueble artístico y mi madre a su lado parada con un ramo de flores y en el fondo un espeso cortinado.  Luego de manera cronológica las fotos de mis hermanos mayores en los episodios trascendentes de la vida.  Mi llegada en los albores de la década treinta del siglo pasado, está reflejada con mi cuerpo desnudo apoyado sobre una piel.  Las sucesivas etapas de mi existencia están registradas en el Jardín Zoológico, el Primer Grado Inferior, la Primera Comunión, un verano en el Balneario Municipal, con mis compañeros del secundario, el día de los pantalones largos, el servicio militar, el primer veraneo en el mar en la década del cincuenta, las Bodas de Oro de mis Padres, con mi primera novia en el Rosedal...
            Cuando algunas de estas fotos tenìa un motivo trascendente su destino era contenerlas en un marco dorado con vidrio y destinarle un espacio en algunas de las paredes del hogar.  En esas circunstancias la casa asumía un lugar de exposición permanente de cuadros que nos recordaban episodios de nuestra familia.  Algunas de ellas si sobresalían podían llegar a la categoría de públicas, si eran expuestas en las vidrieras de las casas de fotografías del barrio tales como: “Fermoselle”, “Los Ángeles” de Federico Lacroze y Roseti, “D`Amico” de Córdoba y Santos Dumont, “Los Andes” de Dorrego y Corrientes...
            El hecho de mirar el álbum familiar de aquellos días donde la vida transcurría silenciosamente, constituye para mí una extraña experiencia.  Es como si de un modo mágico vuelvo a recorrer las instancias pasadas con la edad de entonces.  Parece que el álbum me otorga la gracia de un viaje adicional por la vida, con mis padres aún jóvenes y rodeados de mis afectos queridos. A menudo me cuesta reconocer a algunos de ellos por sus naturales transformaciones.  Los paisajes del barrio me sorprenden con las casas antiguas de baja altura, que nos permitían observar con curiosidad todo el firmamento.
            Con la llegada de las fotos digitales tomadas desde los celulares y el fenómeno de su visión instantánea, no logro conjeturar la forma del futuro álbum familiar sin los esquineros dorados.  Quizá esta limitación imaginativa se deba por pertenecer a la generación del revelado de las fotos en una cámara oscura con una luz difusa roja, además con un tiempo de espera para descubrir la aparición de la figura definitiva a través de un transparente negativo.   
            Todo lo narrado lo he revivido leyendo la nota de Raquel Garzón en la Revista  “Ñ” del 5 de marzo de 2011 cuando evoca: “La fotografía familiar es la puesta en escena y la memoria de estar juntos”. “Si elijo esta imagen entre todas las que conservo es porque su historia cuenta con ternura un retazo feliz de la mía y, también, porque documenta, en una postal de extrema dignidad, un atisbo del proceso que más le cuesta a nuestra especie: envejecer”...  Esta es su poesía: “Lo que amas, /  eso que tu corazón repite / con palabras de lluvia / tejes sin prisa en los recreos del invierno, / mientras la isla de tus sueños envejece / Lo que amas / te conoce y te desata /  Ha viajado contigo sin herir, /  habla de tus lenguas y tus furias, / tus gritos de maíz, tu mala suerte. / Brilla, bajo la piel que eliges, / como un tatuaje de arena”... 
                                                          

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