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sábado, 14 de agosto de 2010

El Pibe Chacarita

Asómate a la ventana

Si a tu ventana llega una paloma/ trátala con cariño que es mi persona/ Cuéntale tus amores bien de mi vida/ corónala de flores que es cosa mía...
“La Paloma” (1855) Habanera de Sebastián de Yradier y Salaverri.


En los días de nuestra infancia los barrios suburbanos de la Ciudad de Buenos Aires, estaban formados por casas de planta baja tipo “chorizo”. Generalmente con un jardín en el comienzo de la construcción con árboles frutales que bajo sus sombras reinaba un tero, antigua alarma en tiempos aún de sosiego. Luego sobre uno de los perímetros del terreno se alineaban las amplias habitaciones con techos de chapas acanaladas, el vestíbulo, en su interior la cocina y en el fondo, el baño y quizá un gallinero. Sobre el otro margen se creaba el amplio patio cubierto con un parral para albergar: los festejos familiares, el juego de los chicos, la pileta de lavar con su tabla de madera ondulada para fregar la ropa, la cuerda de colgar las prendas a secar, las macetas, un jaulón para los pájaros...
Las medianeras eran bajas permitiendo el intercambio de gestos solidarios entre los vecinos, aún veo a mi madre pasando un plato de ravioles caseros y recibiendo como agradecimiento una porción de empanada gallega. Todo el sabor del mundo se tornaba comunitario, en las manos pródigas de nuestros mayores. La reciprocidad desinteresada entre vecinos incluía además de comestibles, cosas tan pequeñas como un dedal o importantes como el auxilio solidario ante una emergencia.
Con el paso del tiempo la Ciudad, de modo urbanístico, creció verticalmente estableciendo que el setenticinco por ciento de sus habitantes vivan en departamentos. Ello modificó la cultura de convivencia del tiempo pasado, habitar un consorcio demanda una forma discrecional en la relación con el prójimo. En general, la estructura de esas viviendas no posibilita un acercamiento entre sus moradores, esos lugares formales provocan encuentros fugaces o conflictivos como: el ascensor, el garaje, la terraza o la reunión del consorcio. Debido a los hechos de inseguridad se instala una desconfianza al desconocido, agravado porque algunos locadores utilizan la vivienda como oficinas o consultorios, dando lugar a clientes, proveedores o pacientes que por su condición de “sospechosos” deben viajar solos en el ascensor.
Asimismo la cultura del consorcio tiene otros protagonistas que intervienen en el vínculo. El encargado del edificio ese señor que saludan a la mañana, mientras limpia la vereda del inmueble con una manguera con agua o lustra la chapa de bronce del portero eléctrico, es el vocero de las comunicaciones internas incluyendo en el servicio: el pronóstico del tiempo y las noticias del barrio. A veces el encargado, conocedor de las situaciones familiares, asume el rol de confesor mientras les cambia un “cuerito” de una canilla. El administrador del inmueble, en general no apreciado por los locadores, mantiene con estos una relación diplomática en la justificación de los ajustes de las expensas y de las obras en cuestión. El técnico de mantenimiento de los ascensores, con su lámpara en la frente, les brinda a los consorcistas una reminiscencia de un cirujano en una clase magistral. Las señoras que realizan las tareas de limpieza y planchado los acercan a una ardua realidad socioeconómica.
Otra forma de vincularse con el exterior que tienen los que habitan departamentos en pisos altos y externos, son las ventanas y los balcones. Estos espacios se transforman en un mirador, a menudo con programas más interesantes que los ofrecidos por la pantalla del televisor. Resulta incomparable observar desde lo alto: los tonos rojizos de un atardecer, una oscura tormenta con truenos y destellantes relámpagos, el paso de un avión, un majestuoso arco iris, edificios característicos de la Ciudad, las formas de las nubes, la ciudad iluminada con los fuegos de artificio en una noche de Fin de Año o quizás la caída fugaz de una estrella ...
Además existe, en la propia convivencia humana, otra insólita y polémica posibilidad. La de observar el comportamiento de semejantes que tienen aberturas como las nuestras, sabiendo que ellos también pueden hacerlo. A veces resulta inevitable fijar la mirada en la ventana de enfrente, lejana o no, sin ninguna intención maliciosa. Parece que ese contacto con extraños a través de un mirador, es una forma de mantener una relación informal con el prójimo, que a veces se concreta con un saludo o una señal de reconocimiento. Los usos y costumbres de la convivencia en casas de departamentos tienen un código no escrito pero asimilado: no se debe mirar hacia la ventana del vecino si se advierte que hay un suceso privado. Esa conducta está garantizada con la reciprocidad. Ahora debo confesarles lo que observo desde el ventanal ubicado en la planta baja de mi vivienda. Frente a el mismo se encuentra la casa que habita una señora, docente jubilada, viuda sin hijos, de unos sesenta y cinco años de edad. Ella adoptó una forma particular en su existencia, vivir recluida en el hogar, estableciendo la subsistencia a través de los proveedores externos de comestibles y servicios. A estos los convoca por teléfono y la señora de enfrente los recibe por una ventana apenas descubierta. Así se produce, durante toda la jornada, un desfile de bicicletas, motonetas y camionetas de casas de comidas, panaderías, lavaderos, farmacias, videoclubes, heladerías y autos de remis. Una vez por semana una chica le ordena el hogar y saca una bolsa de consorcio llena con los desperdicios acumulados. Ella mensualmente sale de su encierro, y toma contacto con el cielo abierto. Es cuando, con el trajecito de la época de maestra, viajando en un remis se dirige a cobrar su jubilación y las pensiones heredadas de sus dos extintos esposos.
Ahora que la veo detrás de su persiana entreabierta mirando hacia afuera me pregunto, ¿Qué pensará la “Señora Delivery” acerca de mi persona? Lo imagino: “El señor de enfrente desde que se jubiló no usa más trajes y corbatas, se pasa todo el día: limpiando la carrocería de su antiguo coche, haciendo los mandados, hablando de la precocidad de sus nietos, de chófer de su señora, cortando el césped y dando de comer a las palomas. A veces se queda un largo tiempo observando mi vivienda y como salgo poco a la calle creerá que soy agarofóbica, desconoce que según el último censo un quince por ciento de los hogares del país son unipersonales. Este espía ventanero ignora mi pacto, con la soledad y todas las manifestaciones del arte. A propósito subo el volumen de mi equipo musical, cuando disfruto a María Callas cantar la Habanera de “Carmen” de George Bizet. En ese momento mi vecino en la calle se aquieta y deja de escuchar por la radio, el partido de fútbol que juega Chacarita Juniors, su equipo favorito. De pronto comienza a silbarla y canturrearla. Todos los hombres, y sobre ellos tengo una larga experiencia, cuando se jubilan se tornan insoportables”...

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