¡ Chau... Naranjín !
Rondando siempre tu esquina,/ mirando siempre tu casa.../ ¡ Y esta pasión que lastima,/ y este dolor que no pasa...!
“Rondando tu esquina” (1945) Tango de Enrique Cadícamo y Charlo.
La esquina que nos convoca a recordar es la de Guevara y Maure, en la década del cuarenta. En sus vértices que dan hacia Olleros había dos almacenes, uno de ellos con despacho de bebidas. En las ochavas orientadas hacia Jorge Newbery: en una existió una antigua carbonería y venta de alimentos para animales de propiedad de la Familia Martín. Luego se instaló por un tiempo en ese lugar el Señor Basílico, un especialista en vitraux y padre de un jugador de fútbol de la Primera División en Chacarita Juniors y Vélez Sárfield. La casa de enfrente era de planta baja, con ingreso por Guevara y dos altos balcones por Maure. Este impensado cronista que pasó largas horas de su niñez por ese lugar, sólo recuerda a quién habitó esa casa como una mujer vestida de gris, con pequeños anteojos, el cabello entrecano recogido, delgada, discreta, muy respetuosa. Nunca supe su nombre, era reconocida como “la señora de la esquina”. En mi enfermiza memoria la veo apenas asomada a la calle, a través de un espacio de la puerta de hierro pintada de negro, mientras el viento hace oscilar el alto álamo de su jardín...
El almacén con despacho de bebidas en un principio fue de “Manolo” Alvarez un inmigrante español que luego se lo transfirió a su sobrino, Sabino García. Aún percibo el aroma de las castañas asadas en una parrilla en plena calle, en aquellos días calurosos de las fiestas de Fin de Año. El local de reunión de parroquianos daba hacia la calle Maure, tenía una puerta de ingreso y a su derecha un alto ventanal con una reja artística de hierro. En mis travesuras infantiles trepé a la misma, para escuchar al acordeonista que amenizaba las reuniones de fin de semana y descubrir en una de las paredes la pila de los toneles de vino, con figuras en sus tapas de coloridas estampas de la vendimia con sus racimos de uvas. La firma que los comercializaba eran las “Bodegas Battaglia”. Resultaba familiar sorprender detrás de la estantería con vajillas que estaba a un costado del mostrador, al agente de facción (Policías que hacían guardias de ocho horas en las esquinas) tomando una copita de la grapa “Chissotti” para calmar el frío de la calle.
En la vereda de enfrente se encontraba la despensa “La Favorita” de José Luraschi, un inmigrante italiano, casado con Aurora Grillo una española laboriosa. Ellos haciendo el repulgue en el papel blanco para envasar la mayoría de los productos que se vendían sueltos, manchando sus manos con la venta del querosene, haciendo el reparto a domicilio con un triciclo amarillo, atendiendo los feriados por la puerta particular, vendiendo al fiado, prestando el teléfono, le brindaron a sus hijos Agustín y Emilio la posibilidad de una carrera universitaria. Además atendieron y educaron hasta su adultez a, Irene Grillo, una sobrina huérfana.
Un día de junio de 1943, estos comercios sorprendieron a sus clientes con una propuesta inédita. Una empresa recientemente radicada en el País con casa matriz en los Estados Unidos, lanzaba una bebida gaseosa en el mercado local y para difundir las bondades del nuevo producto invitaba a los clientes a visitar su planta embotelladora, poniendo a disposición modernos micros para el traslado de los interesados. Don José y Sabino hicieron un notable esfuerzo para asignar las invitaciones de acuerdo a la numerosa clientela que poseían, dado que aún no se habían inventado los supermercados y sólo le competían las Grandes Despensas Argentinas. A la gente les parecía extraño el inusual transporte que se utilizaría para la visita reemplazando a las “bañaderas” (micros sin techos) transporte frecuente para las excursiones y loteos de terrenos.
Llegó la hora 15 del día esperado en el frente de ambos comercios los clientes, de cada uno de ellos lucían elegantes con: vestidos, trajes y sombreros como para un casamiento. En mi caso particular, mi madre insistió que use los zapatos de charol de la Primera Comunión, que en esa oportunidad me produjeron ampollas en el talón del pie. Llegaron los dos micros, con ventanillas corredizas, asientos reclinables, música y micrófono para el guía. Eran de color rojo y en sus laterales se leía con letras blancas: “Coca Cola, refreca mejor”, las personas ascendieron al vehículo siendo recibidos por el guía con un sonoro: “¡Bienvenidos al sabor refrescante!”. Al llegar a la Avenida Córdoba y Agüero observamos gente parada frente a una amplia vidriera del local que íbamos a visitar, estaban deslumbrados por la novedosa embotelladora automática.
Ante el desfile incesante de botellas de vidrio, más petisas y gordas que las actuales, nos explicaron que la bebida cola había sido descubierta en 1885 por Jhon Perberton, en el laboratorio de su farmacia en la ciudad de Giorgia , Atlanta, de los Estados Unidos. El proceso se realizaba con normas estrictas de limpieza que aseguraba la calidad de la bebida. Allí nos enteramos que la formula de su composición era secreta y depositada en un tesoro infranqueable. Para conocer el famoso sabor del producto nos trasladaron a un salón contiguo donde había mesas con sándwichs y masas.
Nuestros vecinos guardando las normas sociales de entonces, se largaron hacia los triples de palmitos con una indisimulada voracidad. Hubo acusaciones cruzadas entre los clientes de ambos almacenes, de haber detectado a señoras guardando en sus amplias carteras parte de las exquisiteces servidas. Al retirarnos del local para dar lugar a otras visitas, fuimos receptores de un llavero con una diminuta botellita de la bebida cola.
En el regreso una vez que descendimos del micro se pudo escuchar estos comentarios: “¿Te gustó esta bebida?”, “Le sentí un gusto a remedio”, “Es cierto, me parecía que estaba tomando “Tosantil”, el jarabe para el catarro infantil” “¿Será porque su inventor la descubrió cuando estaba preparando una receta médica ? ”. Aquella población que la evaluaba de esa forma, había sido influenciada por el sabor dulzón de las bebidas sin alcohol de aquel entonces: “Naranjín”, “Pomona”, Naranja “Bilz”, Refrescos de granadina “Inchauspe” o el batido de cítricos con azúcar y soda.
No percibimos hasta llegar a la adultez, que la introducción en el mercado de la gaseosa en cuestión modificó la comercialización de todos los productos y servicios. Desde entonces se: cambió el hábito del consumo, deterioró la atención personalizada, mutó nuestros gustos, varió los modelos de promoción y publicidad, instaló la preferencia por una marca, estableció jerarquía de consumidores, alentó a vivir con la moda, provocó una dependencia por el deseo de la posesión. El final de la crónica es conocida por la abnegada generación de la “Guardia Vieja”: el histórico “Naranjín” de botella granulada y refrigerado en heladeras con hielo cristal, ya sin fuerza para combatir a un imperio, se alejó del barrio junto a nuestra inocente niñez...
Rondando siempre tu esquina,/ mirando siempre tu casa.../ ¡ Y esta pasión que lastima,/ y este dolor que no pasa...!
“Rondando tu esquina” (1945) Tango de Enrique Cadícamo y Charlo.
La esquina que nos convoca a recordar es la de Guevara y Maure, en la década del cuarenta. En sus vértices que dan hacia Olleros había dos almacenes, uno de ellos con despacho de bebidas. En las ochavas orientadas hacia Jorge Newbery: en una existió una antigua carbonería y venta de alimentos para animales de propiedad de la Familia Martín. Luego se instaló por un tiempo en ese lugar el Señor Basílico, un especialista en vitraux y padre de un jugador de fútbol de la Primera División en Chacarita Juniors y Vélez Sárfield. La casa de enfrente era de planta baja, con ingreso por Guevara y dos altos balcones por Maure. Este impensado cronista que pasó largas horas de su niñez por ese lugar, sólo recuerda a quién habitó esa casa como una mujer vestida de gris, con pequeños anteojos, el cabello entrecano recogido, delgada, discreta, muy respetuosa. Nunca supe su nombre, era reconocida como “la señora de la esquina”. En mi enfermiza memoria la veo apenas asomada a la calle, a través de un espacio de la puerta de hierro pintada de negro, mientras el viento hace oscilar el alto álamo de su jardín...
El almacén con despacho de bebidas en un principio fue de “Manolo” Alvarez un inmigrante español que luego se lo transfirió a su sobrino, Sabino García. Aún percibo el aroma de las castañas asadas en una parrilla en plena calle, en aquellos días calurosos de las fiestas de Fin de Año. El local de reunión de parroquianos daba hacia la calle Maure, tenía una puerta de ingreso y a su derecha un alto ventanal con una reja artística de hierro. En mis travesuras infantiles trepé a la misma, para escuchar al acordeonista que amenizaba las reuniones de fin de semana y descubrir en una de las paredes la pila de los toneles de vino, con figuras en sus tapas de coloridas estampas de la vendimia con sus racimos de uvas. La firma que los comercializaba eran las “Bodegas Battaglia”. Resultaba familiar sorprender detrás de la estantería con vajillas que estaba a un costado del mostrador, al agente de facción (Policías que hacían guardias de ocho horas en las esquinas) tomando una copita de la grapa “Chissotti” para calmar el frío de la calle.
En la vereda de enfrente se encontraba la despensa “La Favorita” de José Luraschi, un inmigrante italiano, casado con Aurora Grillo una española laboriosa. Ellos haciendo el repulgue en el papel blanco para envasar la mayoría de los productos que se vendían sueltos, manchando sus manos con la venta del querosene, haciendo el reparto a domicilio con un triciclo amarillo, atendiendo los feriados por la puerta particular, vendiendo al fiado, prestando el teléfono, le brindaron a sus hijos Agustín y Emilio la posibilidad de una carrera universitaria. Además atendieron y educaron hasta su adultez a, Irene Grillo, una sobrina huérfana.
Un día de junio de 1943, estos comercios sorprendieron a sus clientes con una propuesta inédita. Una empresa recientemente radicada en el País con casa matriz en los Estados Unidos, lanzaba una bebida gaseosa en el mercado local y para difundir las bondades del nuevo producto invitaba a los clientes a visitar su planta embotelladora, poniendo a disposición modernos micros para el traslado de los interesados. Don José y Sabino hicieron un notable esfuerzo para asignar las invitaciones de acuerdo a la numerosa clientela que poseían, dado que aún no se habían inventado los supermercados y sólo le competían las Grandes Despensas Argentinas. A la gente les parecía extraño el inusual transporte que se utilizaría para la visita reemplazando a las “bañaderas” (micros sin techos) transporte frecuente para las excursiones y loteos de terrenos.
Llegó la hora 15 del día esperado en el frente de ambos comercios los clientes, de cada uno de ellos lucían elegantes con: vestidos, trajes y sombreros como para un casamiento. En mi caso particular, mi madre insistió que use los zapatos de charol de la Primera Comunión, que en esa oportunidad me produjeron ampollas en el talón del pie. Llegaron los dos micros, con ventanillas corredizas, asientos reclinables, música y micrófono para el guía. Eran de color rojo y en sus laterales se leía con letras blancas: “Coca Cola, refreca mejor”, las personas ascendieron al vehículo siendo recibidos por el guía con un sonoro: “¡Bienvenidos al sabor refrescante!”. Al llegar a la Avenida Córdoba y Agüero observamos gente parada frente a una amplia vidriera del local que íbamos a visitar, estaban deslumbrados por la novedosa embotelladora automática.
Ante el desfile incesante de botellas de vidrio, más petisas y gordas que las actuales, nos explicaron que la bebida cola había sido descubierta en 1885 por Jhon Perberton, en el laboratorio de su farmacia en la ciudad de Giorgia , Atlanta, de los Estados Unidos. El proceso se realizaba con normas estrictas de limpieza que aseguraba la calidad de la bebida. Allí nos enteramos que la formula de su composición era secreta y depositada en un tesoro infranqueable. Para conocer el famoso sabor del producto nos trasladaron a un salón contiguo donde había mesas con sándwichs y masas.
Nuestros vecinos guardando las normas sociales de entonces, se largaron hacia los triples de palmitos con una indisimulada voracidad. Hubo acusaciones cruzadas entre los clientes de ambos almacenes, de haber detectado a señoras guardando en sus amplias carteras parte de las exquisiteces servidas. Al retirarnos del local para dar lugar a otras visitas, fuimos receptores de un llavero con una diminuta botellita de la bebida cola.
En el regreso una vez que descendimos del micro se pudo escuchar estos comentarios: “¿Te gustó esta bebida?”, “Le sentí un gusto a remedio”, “Es cierto, me parecía que estaba tomando “Tosantil”, el jarabe para el catarro infantil” “¿Será porque su inventor la descubrió cuando estaba preparando una receta médica ? ”. Aquella población que la evaluaba de esa forma, había sido influenciada por el sabor dulzón de las bebidas sin alcohol de aquel entonces: “Naranjín”, “Pomona”, Naranja “Bilz”, Refrescos de granadina “Inchauspe” o el batido de cítricos con azúcar y soda.
No percibimos hasta llegar a la adultez, que la introducción en el mercado de la gaseosa en cuestión modificó la comercialización de todos los productos y servicios. Desde entonces se: cambió el hábito del consumo, deterioró la atención personalizada, mutó nuestros gustos, varió los modelos de promoción y publicidad, instaló la preferencia por una marca, estableció jerarquía de consumidores, alentó a vivir con la moda, provocó una dependencia por el deseo de la posesión. El final de la crónica es conocida por la abnegada generación de la “Guardia Vieja”: el histórico “Naranjín” de botella granulada y refrigerado en heladeras con hielo cristal, ya sin fuerza para combatir a un imperio, se alejó del barrio junto a nuestra inocente niñez...
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