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domingo, 20 de noviembre de 2011

“Pepe” y su oficio clandestino por El Pibe Chacarita


                                          

¡Quinielero! / patrona ¿quiere jugar?... / Hoy en Córdoba tenemos / y mañana en Tucumán, / y para desquite el viernes / se juega la Nacional...
“El Quinielero” (1930) Tango de Roberto A. Barboza y Luis C. Mortet

            Desde muy pequeños teníamos un acercamiento a las creencias, fundamentos o circunstancias que afectaban el destino de nuestras vidas o bienes.  Estaban influenciados por las tradiciones que se heredaban a través de la transmisión oral, el uso y las costumbres de las distintas generaciones, apoyado por las fábulas o el imaginario popular.  Ser acariciado por la fortuna en el juego está ligado al azar, es decir que su logro no depende de la supuesta habilidad o estrategia del jugador, sino que su llegada está relacionada por acontecimientos fortuitos.
            La primera aproximación que teníamos desde la infancia hacia el juego con una recompensa por el azar, la proporcionaba el barquillero.  Se trataba de un señor que cargaba sobre sus hombros por medio de una correa, un cilindro de hojalata de cuarenta centímetros de diámetro y un metro de altura.  En su interior contenía unos pliegues o canutos hechos con una hoja de pasta con harina sin levadura que se formaban en moldes calientes.  La invitación al juego lo hacía a través de un triángulo metálico cuyo tintineo era una insinuación a apostar por una moneda para ganar barquillos.  En la parte superior había una ruleta con muchos unos, algo de dos y tres y muy pocos ceros y cuatros.  Los niños debían hacer girar con energía la flecha metálica con punta de cuero que rozaba todos los pequeños ejes de hierro, con la indicación del premio.  Este cronista fue testigo cuando en la calle Guevara, dos pibes “hicieron saltar la banca” con la obtención de dos cuatro seguidos, repartiendo barquillos para toda la barra de amigos de la cuadra.  Cuentan los historiadores barriales que esa noche el barquillero, le cambió el rulemán a la fatídica ruleta...
            En los atardeceres cuando los vecinos sacaban sus sillas a las puertas de sus casas, para tomar fresco y conversar con sus colegas sobre temas cotidianos, solía escucharse la melodía de un instrumento de viento que se deslizaba por los labios de su ejecutante.  Era la presentación del organillero que, mientras hacía girar la manivela de su instrumento musical de viento, adivinaba la suerte por medio de unas cotorras que extraían con sus picos unos papeles con las predicciones sobre: el amor, las amistades, la salud, y los números para jugar a la quiniela.  El servicio del organillero tenía un costo módico y, en el tiempo que el horóscopo no estaba difundido, existía una importante cantidad de consumidores.  En especial las esperanzadas novias con trenzas y labios pintados en forma de corazón, esperando el anuncio de la llegada del amor.  Muchos de aquellos papelitos de vivos colores pasaron largas noches debajo de las almohadas de aquellas inocentes muchachas, ilusionadas en llevar el traje de novia hacia el altar del brazo de su padre...
            El organillero y sus loritos asistentes no podían, pese a sus milagrosos acertijos, evitar la competencia.  Las gitanas ofrecían adivinar el destino a través de la lectura de las manos o con la tirada de cartas.  Estas mujeres recorrían el barrio, a menudo acompañadas por parte de su tribu, ataviadas con largas polleras, pañuelos en la cabeza y enormes aros.  Sus diagnósticos estaban centrados en augurios o desdichas, basados en las líneas de las manos de sus adherentes.  Aquellas manos de las vecinas eran inmaculadas, producto de fregar la ropa en las tablas onduladas de madera.  También creaban el suspenso amoroso con alguna baraja que le indicaba infidelidad.  Muchos galanes que se peinaban con brillantina “Glostora”, fueron sorprendidos por novias con las profecías  de las gitanas.  En los zaguanes de la intimidad eran interpelados con: “¿Se puede saber dónde estuviste anoche? ¡No mientas, tengo el dato de buena fuente!” El novio desconcertado pensaba: “¿Quién le fue a ésta  con el cuento?”.
            En el tiempo donde quedó detenida mi enfermiza memoria, existía una jugada semanal de la Lotería  Nacional con los “gordos” de Navidad, Año Nuevo y Reyes además de los servicios clandestinos de los quinieleros de las distintas zonas.  Estos incrementaban la cantidad de apuestas, si acreditaban abonar a los jugadores con sus acertijos en lotería y en las carreras de caballos de los distintos hipódromos.  Como en aquel entonces aún no se padecía del stress y se dormía en colchones de lana, la gente soñaba.  Los sueños no eran interpretados por inexistentes psicoanalistas, sino que los quinieleros asignaron a cada uno de ellos un número.  Los levantadores de juegos eran perseguidos por la policía con los edictos que prohibían la actividad por ilegal.  El quinielero era conocido como el almacenero de la esquina a pesar de tener que recorrer el barrio, sin ser identificado, para aceptar las apuestas de las jugadas. 
El nuestro era “Pepe” Perticone, con base en Santos Dumont y Fraga y radio de acción limitado dado que ejercía su “oficio” caminando.  “Pepe” de mediana edad, con unos finos bigotitos, era calvo y con el saldo de su cabello se peinaba a la “cachetada” con gomina “Brancato” dado su baja estatura usaba calzado de cuero “Elevantor” (Con suplemento interior y tacos altos).  Él era la representación del juego de azar en nuestra apacible aldea chacaritense.  Es una pena que esos malditos tacos lo hayan traicionado en sus fugas de la policía, lo hacían trastabillar hasta rodar por el pavimento provocándole fuertes dolores en sus tobillos...
            Una tarde el barrio se conmocionó cuando la policía a bordo de un  Ford a bigotes, cuadrado, negro, con patente 33665 de la Comisaría 29ª lo detuvo por ser un supuesto infractor a la Ley de Juegos.  La angustia duró pocas horas, a la mañana siguiente “Pepe” estaba  en el frente de su casa colgando en los árboles las jaulas con sus jilgueros cantores.  Una vecina que volvía de la feria municipal de la calle Córdoba nos decía: “No pudieron encontrarle el testimonio de la prueba, en el trayecto a la Comisaría, a pesar de estar esposado se tragó los papeles con las jugadas”…   
             Ahora que advierto que muchos juegos de la infancia tuvieron como aliado al azar, recuerdo las palabras del escritor Paul Auster (Estados Unidos, 1947): “Descubrir el poder del azar es descubrir que somos terriblemente frágiles y vulnerables, que dependemos de la casualidad, que una coincidencia estùpida puede destrozarnos en un segundo”.  A lo mejor el enigmático azar me da la oportunidad de encontrar a mis amigos de la barra de la esquina, para comentarles este tardío hallazgo…

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